Uno de los nuestros
La cobertura mediática de la muerte de Manolo Escobar, las declaraciones de los afectadísimos ciudadanos en la cola organizada para darle un último adiós, las más o menos graciosas actitudes de las gentes que hablan de cultura en general en nuestro país han servido una vez más para manifestar que seguramente así somos. Quejarnos de que si se hubiera muerto un compositor de primera su obituario hubiera ocupado media página en algún periódico y nada en absoluto en la neurona colectiva es perder el tiempo. Seguramente el susodicho hubiera aburrido a la población patria sin siquiera proponérselo mientras Manolo Escobar la ha acompañado en bodas, bautizos y cogorzas desde hace cuarenta años o más. Y eso es de agradecer. Seguramente era estupendo en lo suyo, en la vulgaridad más nuestra, en eso que ha hecho que pensemos que si nos gusta es porque lo vale y, en efecto, qué puede valer más que versos como “un altar llevo en mi pecho ardiente” o “Almería, un inmenso coral es tu hermosa bahía” o –más lejos aún- “no me gusta que a (sic) los toros te pongas la minifalda”. Todo eso sucedía mientras queríamos cambiar de aspecto general. Y ahora, a la vista de lo frustrado del empeño, Manolo Escobar nos hace pensar que seguramente era imposible. Peret –otro que tal, reivindicado por algún listo de la crítica de rock and roll- venía a decir lo mismo desde la tentación de decidir: “era lo que somos”. “Badalona, Benidorm y Alemania marcaron su vida”, decían en el Telediario. Estaba escrito.