Naturalidad y naturalismo
Muchas veces, a lo largo de la historia de la música, aparece el tema de la naturalidad de la misma, su vigencia, su caducidad y su renovación. En esto, el arte parece imitar a la naturaleza, en sus ciclos de eclosión, plenitud, decadencia e hibernación. Ciertamente, la música, tal como ha sido durante siglos, ha especulado con un fenómeno natural, como es la aparición de vibraciones acústicas que producen armonizaciones como por encanto, tal si estuvieran dormidas y virtuales en las cosas, a la espera de la mano del artesano que las afine y las combine después de escucharlas e identificarlas. Tal vez sea una de las inquietudes constantes del arte sonoro.
Hay un momento en que los cánones aceptados semejan llegar a su extenuación y se tornan repetitivos, rutinarios, con ese aire de dimisión de los follajes que amarillean y caen de las ramas para hacer de pasto al humus. Es entonces cuando se proclama lo artificioso de dichos cánones y se reclama una nueva naturalidad. Se puede entender el fenómeno como un cambio del gusto, que es la intolerancia a los viejos sabores y la búsqueda de nuevas recetas. Pero estas recetas no se presentan como tales sino como un novedad natural. No obstante, hay algo más incisivo en este fenómeno: se declara que las antiguas fórmulas estaban equivocadas y deben
ser sustituidas.
Luego, aparece el fenómeno inverso, que es la vuelta a lo desdeñado y a su rebrote. La planta vieja y seca tiene brotes verdes y proyecta una nueva floración. Son las épocas restauradoras de los neos: neoclasicismo, neorromanticismo, neoexpresionismo, neoimpresionismo, suma y sigue. Después de revolver salvajemente las costumbres heredadas, Stravinski propuso el retorno a Bach, mientras Sibelius seguía siendo un romántico tardío y los nacionalismos hurgaban en las raíces primitivas del arte de los pueblos.
No faltaron escuelas que propusieran, directamente, el naturalismo como verismo, como un ahinco en la presunta verdad de una expresión natural, recostada en las ciencias de la naturaleza que se ocupaban de la evolución, el mimetismo y las leyes genéticas de la herencia. Era más natural el recitativo que el aria, la variación que la sinfonía, el capricho que la sonata.
Hoy, imbuidos de eclecticismo y de tecnicismos, nos da igual lo viejo que lo nuevo pues el arte no trabaja ya con la sucesión de novedades sino con un espacio temporal propio, ajeno a la historia. No hay antes ni después, sino una suerte de siempre sempiterno. Quizá no hayamos llegado a otra condición radical del arte: no ser nunca natural sino fingir naturalidad y constituirse en una segunda naturaleza, la cual en el decurso de los siglos, es una enésima naturaleza, fruto de sucesivos artificios. En cuanto descubrimos dicho artificio, reclamamos naturalidad, sin reparar en que estamos simplemente – tan simplemente como pueda hacerlo el arte – cambiando un artificio por otro. Dice Jean Cocteau que el arte es como la almohada sobre la que dormimos en verano. Cambiamos de sitio la cabeza, buscando la frescura, y volvemos al lugar abandonado en cuanto ha recobrado dicha frescura y olvidado el antiguo y molesto sudor de nuestra nuca.