Esceptidumbre
Qué triste agonía de dioses manchados.
No cantes victoria, centra tu embriaguez.
Consumiste muy pronto tus tres botellas,
Inspirado en exceso por José Alfredo.
Esa dama escondida por tus desvanes
Hizo bien en negarse a tan largos tragos.
Apelaste al mendigo de los desagües,
Disfrazado de santo con profecías.
Despreciaste muy pronto a los depravados
Que no mueren del todo, pese a su lastre.
Suerte tienes que sean tan imprudentes
Que finjan vida plena en sus estertores.
Mas tu parla trabuca cien sinsentidos
Porque tú desconoces tu borrachera.
Puedes ver los malandros que están heridos,
¿Pero acaso están vivos los que ahora llaman?
…
Ven conmigo a apurar esta botella.
Es la cuarta, carnal, no me abandones,
Porque ahorita me dan las emociones.
Que no puedo, sabrás, vivir sin ella.
Le pregunto a la dama que acaba de cantar esta suerte de ranchera en un larguísimo pasillo del metro, cómo se titula su canto, y me mira, y me sopesa, y dice con desgana: Esceptidumbre. Me lo tiene que repetir, qué curiosa palabra. Esceptidumbre. Tomo nota, me gusta, después de todo; es en sí misma un semantema. A ver si alguien se lo queda. La dama se aleja, con su guitarra, no sin decir: “Que José Alfredo nos perdone”. Desaparece antes de que pueda preguntarle qué tendría que perdonarnos José Alfredo. ¿Porque invocamos su estro, acaso en vano, para propósitos que le son ajenos a su nombre? No sé, no sé, todo esto me pone en marcha la esceptidumbre; tenía mucha, sin saberlo. Que los guardianes del diccionario sepan perdonarnos.